Cuarenta años más tarde, esta niña sería ya una dama en cuyo nombre y por admiración hacia ella se fundarían cientos de clubs femeninos en Estados Unidos, cuyas partituras serían vendidas por miles; y hasta daría nombre a una línea de cosméticos femeninos.
Aquella niña fue, en definitiva, la primera mujer que vivió de componer música.
Había nacido en París el ocho de agosto de 1857. Su madre, que era una buena aficionada a la música, como muchas mujeres de la burguesía por entonces, se ocupó de la iniciación musical de su hija.
El joven Bizet, habitual visitante de la familia Chaminade junto con otros músicos célebres, no se equivocó en absoluto al recomendar encarecidamente que aquella diminuta genia tenía que seguir estudios musicales más allá del ámbito familiar.
Su padre, sin embargo, tenía otra idea acerca de lo que la música podía significar para una mujer de su clase. Se opuso enérgicamente y declaró que una mujer burguesa sólo podía ser una buena madre y esposa.
Tanto le lloraron madre e hija, tanto rogó Bizet como amigo de la familia, que el padre, unos años después consintió en que la jovencita acudiera a tomar lecciones con reputados maestros de la época, con la única condición de que esas clases fueran privadas, es decir, recibidas en absoluta soledad. No pudo Cécile compartir con otros condiscípulos sus avances y experiencias, ni aprender en la interrelación que es siempre una clase colectiva. No vivió, por supuesto, el ambiente musical del Conservatorio de París. Tampoco pudo variar apenas de maestro. Benjamin Godard fue su maestro más constante e influyente.
Sin embargo, desde que tocara a los ocho años unas pequeñas piezas sacras que ella misma había compuesto para su primera comunión, las que fueron el asombro de Bizet, no dejó nunca de ser alabada y celebrada como compositora e intérprete, lo que no impedía que ella en muchas ocasiones no se mostrara demasiado segura de sus cualidades creativas; no debe asombrarnos tal cosa, porque hay que considerar estas dudas, por una parte, las propias del propio proceso creador y, por otra, el hecho de ser una verdadera pionera en cuanto a su camino como compositora de éxito mundial; muchas mujeres antes se habían dedicado a la música como intérpretes, bien en el ámbito público, pero sobre todo en el ámbito privado del hogar o de los conventos; pocas, sin embargo, habían podido desarrollar su labor creativa como compositoras, pero desde luego a ninguna se le había permitido una carrera pública en este sentido. Tenemos el estremecedor ejemplo de Fanny Mendelshon o de Alma Mahler, que sufrieron todos los prejuicios de su época y no pudieron desarrollar sus cualidades musicales como debían, por el simple hecho de ser mujeres.
El caso de Cécile Chaminade se convierte entonces en un primer ejemplo paradigmático de mujer compositora con una carrera propia y exitosa.
Hasta la muerte de su padre, que en los últimos tiempos de su vida ya se mostraba orgulloso de la carrera de su hija y parecía haber olvidado de pronto el fin de toda mujer burguesa, Cécile escribió lo que el mundo fuertemente masculinizado de su época llamaba “música seria”.
Su maravilloso y virtuosista “Concertino para flauta”, que sigue siendo un desafío para cualquier flautista fue compuesto, quizás para un flautista del que estaba enamorada y con el cual no llegó a casarse, aunque puede resultar un hecho legendario, ya que la única biografía más o menos fiable de Chaminade, la que hizo su sobrina Antoinette Lorel, permanece aún inédita en manos de la familia. A lo largo de su vida sólo se casó una vez, con un anciano editor de música marsellés, con el cual mantuvo o bien una relación platónica o bien un tranquilo matrimonio de conveniencia, el cual sólo duró cinco años.
Viuda de Monsieur Carbonel, el editor musical, jamás volvió a casarse. Decía de ella misma:
“Mi amor es la música, de la cual yo soy la religiosa, la vestal”.
A partir de la muerte de su padre, que no le dejó precisamente una economía boyante, debido a sus malas inversiones, la música se convirtió en su modo de ganarse la vida para ella y para su madre, que fue, mientras vivió su fiel compañía.
Eso podría explicar que no escribiera más de la llamada “música seria”, sino sólo piezas de piano para pianistas intermedios y canciones acompañadas de piano. Esta dedicación suya le proporcionó un enorme éxito en toda Europa y en Estados Unidos.
La admiración por sus composiciones alcanzó a tanto que se fundaban clubs femeninos de admiradoras, y no sólo de su música, sino de su talante y estilo como mujer. En uno de esos clubs se llegó a formar una acróstico con sus iniciales que la definía como ideal de mujer profunda, creativa, casi con un cariz místico.
C – Concentrado y concertado esfuerzo.
H – Harmonía de espíritu y trabajo.
A – Artísticos ideales.
M – Mérito musical mantenido.
I - Inspiración.
N – Notas.
A – Ardor y aspiración.
D – Devoción por el deber.
E – Empeño honorable.
Tenía un público femenino ferviente que la adoraba, mientras los sectores musicales masculinos, o sea, la gran mayoría, se pasmaban por una parte de sus cualidades o denigraban su música como música de salón.
Lo cierto es que sus canciones siguen siendo hoy en día una verdadera delicia, aunque su nombre esté olvidado del gran público y sólo reservado a unas cuantas personas curiosas, eruditas y musicólogas.
Steel Moegle, una de sus estudiosas, defiende su labor como compositora explicando el espacio que la música clásica dejaba al descubierto y que ella cubrió ampliamente y con excelencia. En definitiva, Chaminade escribía su música para sus contemporáneas, para las mujeres aficionadas a la música, pianistas y cantantes de mediano nivel. Quizás estemos ante un caso de lenguaje femenino incomprendido por el grupo humano que ha detentado el poder cultural durante siglos.
Así como Virginia Woolf reclamaba para las mujeres creadoras una habitación propia, quizás lo que deba ser reivindicado de una vez hoy en día, y ya sabemos que con lento y pacífico trabajo, sea una voz propia y una crítica acertada y justa que la comprenda.
Chaminade, en el campo musical, la tuvo y eso le costó que siempre pusieran en entredicho su originalidad –todos los críticos tratan de encontrar el compositor al que se parece en cualquier pieza-, su peso específico – sus piezas son calificadas de ligeras-, o su papel innovador, cuando tales cosas nunca son buscadas en compositores varones. Se le buscan maestros y antecedentes, no parecidos; la ligereza en ellos es gracia; la falta de innovación es para ellos acertada utilización de los recursos tradicionales.
Chaminade era una mujer en un mundo creativo de hombres. Un músico llegó a decir de ella, y esto no se sabe muy bien cómo tomarlo, que no era mujer que componía, sino un compositor que era mujer. Curioso tema para una larga reflexión sobre el género en la música, e incluso en otras artes. Pero sobre todo en la música, un coto fuertemente cerrado y defendido durante siglos de la presencia femenina.
De ello tenía verdadera conciencia la compositora y su análisis acerca de las cualidades creativas de las mujeres y las barreras casi infranqueables que podían encontrar se reflejan claramente en estas palabras suyas:
“Yo no creo que las pocas mujeres que han alcanzado grandeza en el trabajo creativo sean la excepción, sino que pienso que la vida ha sido dura para las mujeres; no se les ha dado oportunidad, no se les ha dado seguridad… La mujer no ha sido considerada una fuerza de trabajo en el mundo y el trabajo que su sexo y condición les impone no ha sido ajustado a darle una completa idea para el desarrollo de lo mejor de sí misma. Ha sido incapacitada, y sólo unas pocas, a pesar de la fuerza de las circunstancias de la dificultad inherente, han sido capaces de conseguir lo mejor de esa incapacitación”.
Cécile recorrió toda Europa con enorme éxito, llegando hasta la misma Turquía. La reina Victoria de Inglaterra la recibió con honores en Windsor. Su gira por los Estados Unidos fue clamorosa. Fue recibida por el propio presidente Roosvelt, agasajada y admirada en Canadá.
Su obra consta de más de cuatrocientas composiciones, de las cuales apenas podemos escuchar hoy en día algunas grabaciones.
Entre sus composiciones, la mayoría publicadas sólo en partitura y no grabadas comerciablemente, encontramos un ballet, “Callirhoé”, que se mantuvo en cartel durante meses desde su estreno; el famoso Concertino para flauta; los Seis estudios de concierto para piano; una obra escénica, “La Sevillana”; una Sonata en Do menor; una gran cantidad de hermosas canciones para soprano y piano; innumerables piezas para piano solo.
No resulta comercial, es de suponer. Hasta tal punto esto es así que una magnífica grabación de la Deustche Gramophone, realizada por la soprano Anne Sophie Von Otter, no lleva en portada ni en la carátula del disco el nombre de la compositora, sino en la contraportada y en letra menor. Otra curiosidad, no sabemos si casual o intencionada.
Francia, cuyos músicos varones tanto la habían despreciado, la honró finalmente concediéndole la Legión de Honor, convirtiéndose en la primera mujer que recibía tal galardón.
Su comportamiento durante la Primera Guerra Mundial fue ejemplar. Dejó de lado su carrera musical para convertirse en enfermera en un hospital de campaña; tenía entonces cincuenta y siete años. Después de la Guerra aún siguió componiendo, pero fue espaciando poco a poco sus apariciones públicas.
En 1925 se retiró definitivamente de la escena musical y después de sufrir la amputación de un pie, fue a vivir a Montecarlo, donde vivió hasta su muerte, el 13 de agosto de 1944.
Su nombre y su música se hundieron en el olvido más absoluto. Hoy en día aún no se ha recuperado su voz musical ni su personalidad de vestal del arte, mujer y artista, de méritos personales y cívicos. Parece que puede haber llegado el momento de recuperarla en la genealogía de mujeres que nos precedieron y que hoy pueden ser iconos de la liberación de las mujeres modernas.
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